Vértigo

        El 23 de abril de 2022 no quedará en mi memoria como el primer San Jorge siendo autor. Tras la publicación de EL JOVEN ERRANTE he recibido un sin fin de felicitaciones y vivido emocionantes y emotivos momentos. Llegar a casa con la ilusión de haber recibido los libros directamente de la editorial y encontrarme la primera caja abierta porque mi abuela Encarna no podía esperar fue el primero de ellos. La presentación en Valdeparaíso con Macondo, familiares, amigos y paisanos; la charla de ayer en mi cole con alumnos de Secundaria entregados y llenos de curiosidad… Todos estos momentos, y más, han sido regalos que EL JOVEN ERRANTE me ha hecho y que nunca voy a olvidar. Pero lo de hoy ha sido especial: he recibido una llamada de teléfono. Perdón, la llamada. La llamada que ha hecho el día de hoy marque un antes y un después.

        Como suele ser habitual en mí, mi móvil estaba en silencio y un 926860… que no tenía en la agenda me había dejado dos llamadas perdidas y un mensaje de voz. No había duda, era alguien de Almagro que tenía algo que decirme. Tras marcar el número del contestador y escuchar un antiguo mensaje de sepulcral silencio, otro mensaje suena.

        Es una voz familiar, fuerte y directa, de esas que se no olvidan. “Hola Carlos Emeterio, soy Pedro Pallarés. Enhorabuena, me acaban de comunicar en la sobremesa la noticia de tu libro. Estoy aún asimilando la dedicatoria. Han pasado muchos años, y que tenga de ti un recuerdo así un alumno tuyo pues… Joder, emociona. Me gustaría poder hablar contigo. Llámame si quieres, hay un viejo aquí que está orgulloso de ti”.

        Vértigo. He sentido vértigo. “Pedro Pallarés”, que dice él, o Don Pedro Pallarés que decíamos los demás, fue mi maestro en tercero y cuarto de Primaria. Él fue el don Pedro que me enseñó el valor de las palabras, ese del que hablo en los agradecimientos. Tan solo recibir su mensaje ya me ha producido una vertiginosa satisfacción que ha hecho que necesitara sentarme para asimilar lo que acaba de escuchar.

        Tras echarme agua fría en la cara para despertar y dejar pasar cinco minutos para que no pareciese que estaba nervioso, me he decidido a llamar. Descuelgan al segundo tono y una risueña voz que se presenta como Lola me pregunta que quién soy. “Carlos Emeterio”, contesto. “¡Qué alegría! Espera, te paso con Pedro, tu maestro, que lo tienes aquí nervioso”. Ahora sí que estoy nervioso, pienso. Lola no era “Lola”, era Doña Loli, la mujer de Don Pedro; y para “colmo”, me dice que “Pedro” está nervioso. ¡Y yo que intentaba aparentar no estar nervioso porque iba a hablar con Don Pedro!

        Han sido los veintisiete minutos más especiales de mi infancia. Sí, infancia. Con su llamada he sido consciente de los veintiún años que han pasado desde que un Sergio de nueve años no iba a por su paquete de tabaco y bocadillo de salchichón a la clase de una Doña Loli de sesenta y tantos, cinco minutos antes del recreo. Lo he vuelto a ver, allí: apartando su silla y abriendo la ventana ajeno al tiempo que hacía mientras nos decía que cumplida la obligación era el tiempo de la devoción.

        Solo antes de colgar, en la despedida, me he dado cuenta de que un joven que acaba de estrenar la treintena estaba despidiéndose de un avanzado octogenario entre mutuos halagos que se fundían en una promesa de verse cuando se haya leído el libro.

        Desde hoy, EL JOVEN ERRANTE reabre sus puertas. Quizás no tan joven, quizás no tan errante. O sí, quién sabe. Desde aquí, un joven se despide con cariño hasta la próxima.





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